Metástasis McFly es, probablemente, el mejor libro reciente de sesenta pesos.
Héctor Eduardo Chávez en Opción
Las historias de Pedro J. Acuña tienen una intención doble: bajo una aparente simpleza, sus anécdotas esconden lecturas que van del cinismo al asombro, y transitan por escenarios rurales, noches alcohólicas, lúbricas adolescentes o viajes en el tiempo. Aunque “Metástasis McFly”, el cuento que da nombre a este volumen, parece regresar a los años noventa, los demás relatos de Acuña hilvanan otras referencias; sus personajes, en cambio, tienen en común una dulce mediocridad y una cierta vocación por el fracaso.
Te compartimos un cuento de este libro:
Banca o de la secundaria
Adriana lo ve desde el otro lado del parque. —Le dicen el Sócrates— eso oyó decir a su papá en la cena— Está feo, calvo y es un bueno para nada. Un vago que apesta a orines y sudor. A ella le fascina; lo ve caminar, tumbarse al sol, reírse de la policía y ella suspira. Se pasa horas mirándolo y juntando valor para acercarse y preguntarle su nombre, platicar con él. “Debe saber muchas cosas, si vive en la calle todo el día”, piensa ella.
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En el salón de clases, Adriana le pregunta a Laurita sobre el Sócrates. —Ah, el señor ese. ¿Qué de qué? —Lo quiero conocer. —¿Para qué? Si de lejos huele feo, de cerca más. —No sé, lo quiero conocer. —´Tás loca. Vamos a comer algo. A Laurita se le olvida luego luego lo raro de la curiosidad de su amiga, en cambio, Adriana se queda todo el día pensando en el Sócrates.
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Un día, Adriana se envalentona y se acerca al vagabundo. Está a punto de hablarle, se arrepiente y corre hacia su casa. Le tiemblan las rodillas y siente el estómago vacío. “Mañana sí le hablo, mañana sí le hablo”.
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Adriana ve la telenovela de las ocho. Un guapo galán, rico, que seguro huele muy bien, corteja a la indefensa protagonista. El galán habla educadamente, es bien portado, perfecto para presentárselo a las madres. “No le presentaría a mi mamá al Sócrates. Lo obligaría a bañarse y yo me moriría de la pena. Mi mamá siempre se mete en todo”. Adriana se va a su cuarto. Busca en internet “Sócrates”; las imágenes que encuentra son fotografías de estatuas de un tipo feo y calvo. “Pues se parece, pero no es igual”.
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Sus libretas están llenas de corazones con “A y S”. Al final de uno de sus cuadernos, tiene una carta para el Sócrates a medio escribir. “Hola. ¿Komo estás? Se que no nos konocemos, pero te me haces super [garabatos incomprensibles], ¿kieres ir al cine un día?” Y sigue la carta como media página más, pero no se entiende casi nada porque está escrito sin ces y con demasiadas abreviaturas. Ella decide que le va a dar la carta. Le dibuja cosas, la dobla, pero después piensa que al Sócrates eso no le interesa. Él es un hombre mayor, un hombre de mundo, o mejor, de calle. Tira la carta a la basura. Momentos después, la recoge. “Pues nada pierdo con dársela”, pero luego piensa que sí pierde mucho; la vuelve a tirar a la basura.
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Un chismógrafo se arma en el salón. Laurita se lo pasa y le dice: —Ándale, ¿ya viste lo que el Chato puso en la nueve? Adriana lee la pregunta nueve [¿quién te gusta?], baja hasta el renglón que le toca al Chato y ve su nombre. —Ponle que también te gusta él— le dice Laurita. —Pero si no me gusta. —¿Entonces quién te gusta? —Luego te digo. —Ya, ¿quién te gusta? —Que luego te digo. —¿Pero en serio no te gusta el Chato?
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Adriana está decidida; ahora sí va a cruzar el parque hasta la banca y decirle “Hola” al Sócrates. Lo ve desde lejos y se acerca. El Sócrates duerme; ella está a unos tres metros, abre la boca “Ho…”. Un policía le grita al vagabundo: “Cabrón, ya te dije que te quitaras de aquí”. El Sócrates se ríe, se levanta y pasa al lado de Adriana que se queda congelada; un olor agrio penetra por sus fosas nasales y le trae recuerdos de un sueño donde vivía en una tienda de quesos franceses, de los que huelen mucho. Cero y van dos, dice Adriana en voz alta, pero bajito para que nada más ella la oiga; cuando llega a su casa, tarde para la comida, su mamá la regaña: “¿Dónde andabas, chamaca? A la próxima que no avises…”.
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—Ándale, Laura, acompáñame al parque. —¿A qué? Qué hueva. —Por favor, y te invito algo. —Pero dime a qué quieres ir. —A ver a alguien. —Uhhhhhh, ¿tu galán? Pos va, vamos.
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Ella y Laurita están en el parque. Adriana, impaciente porque el Sócrates no se ve llegar por ningún lado; Laurita espera para ver al galán de su amiga. “Si resulta ser el Chato, se va a armar el chisme de lo lindo en el salón, pero lo raro es que el Chato no le ha dicho nada a nadie”. Laurita está algo celosa. Su amiga no es una belleza, pero ya tiene novio. “¿Por qué no me había dicho nada?”, piensa, “a lo mejor es de otra escuela o alguien más grande”. Esperan quince minutos, se acaban los helados que compraron hace rato y esperan otros quince minutos. Suena el celular de Adriana, es su mamá preguntándole dónde está, que si vuelve a llegar tarde se le va a armar, etcétera. Ella le dice que está con Laura viendo lo de una tarea y no va a llegar a comer. Cuelga. La mentira hace que Laura se confunda todavía más, “Segurito es un amor prohibido, ¿por qué no llega ya ese tipo?”. De pronto, Adriana se tensa y le aprieta el antebrazo a Laurita. El Sócrates aparece del otro lado del parque y grita sobre algo que ellas no entienden. Adriana lo sigue con una mirada fija y enamorada. Se levanta y le dice a su amiga: —Ven, acompáñame a hablarle. Laura no puede creerlo. —¿Te gusta un vago? ¡Está bien feo y panzón! Además ha de ser más viejo que tu papá. Adriana la arrastra hasta la banca donde el Sócrates se broncea el torso desnudo. —No le vayas a hablar. —Nomás un saludo, Laura, no seas sacona. Adriana se acerca, más ansiosa de lo que nunca ha estado en su vida; Laurita puede oler al vago desde lejos, le da mucho asco, se tapa la nariz y le agarra la mano a su amiga. —Neta, ya vámonos— le suplica. —Aguanta, sólo deja le digo “hola”. Adriana se para frente al Sócrates, que abre los ojos porque algo le tapa el sol. —Qué pedo, el Sol es para todos—. El Sócrates frunce la mirada— ¿Tú quién eres o qué quieres? Ella se avergüenza, regresa con Laurita y se la lleva corriendo. —Estás cañón, mija, ¿cómo se te ocurre?
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Adriana está sola en el parque. Ve cómo el Sócrates intenta sacarle una torta gratis al tortero de “La Favorita”. Falla; una o tres mentadas de madre se intercambian. El Sócrates se va a su banca y se acuesta. Ella se acerca (ha juntado todo el valor posible para esta vez sí hablarle), se para entre él y el Sol. El Sócrates abre los ojos y reclama, pero en esta ocasión ella no se va. Se queda parada. El Sócrates se sienta, se estira y bosteza. —¿Qué quieres? —… —¿Eres de esas que dan ayuda de servicio social o esas madres? —No. —Pues aunque sea; una caridá, namás— estira la mano. Ella saca de su bolsa diez pesos y se los da. —Órale, así sí nos entendemos, chamaca—. Ella sigue parada frente a él — ¿Pos qué quieres tú? —¿Me puedo sentar? —Éntrale— dice el Sócrates, confundido. Ninguno de los dos dice nada. El Sócrates se rasca el ombligo, la entrepierna, se rasca los testículos por afuera del pantalón y luego por adentro; ella quiere bajar a oler, pero no lo hace, no se atreve. El Sócrates se impacienta. —¿Tons qué quieres? No dices nada y me ves con esos ojitos de perro. ¿Qué necesitas, que puedo hacer por ti, ¿uat canai do for yu? —Me llamo Adriana. —No me importa, niña, estoy muy ocupado. —¿En qué? —Tengo mis bisnes. No entenderías. —Sólo quiero platicar un rato. —Pos mira que ya estamos platicando. —¿Por qué te dicen el Sócrates? —Ah, fíjate que quién sabe. —¿Dónde vives? —Aquí, en esa jardinera. —¿Y dónde haces del baño? —Donde se pueda. —¿No tienes trabajo? —Tenía. —¿Te corrieron? —¡Chingá con las preguntas! ¿Pues quién te crees? Ella baja la mirada, el Sócrates aprovecha para verla. Mira las piernas que se asoman por la falda del uniforme escolar, son blancas y parece que muy suaves. “Sí, seguro que huele rebien”, piensa el Sócrates. —Oye— le pregunta él—. ¿Tienes novio? —No. —Ámonos, tons se me hace que nunca has tenido novio—. Ella niega con la cabeza.— ¿No se te antoja tener uno? Adriana se pone roja. El Sócrates le toca la pierna. Ella se asusta y corre. “Pinche mocosa, está buena”, dice el Sócrates en voz baja.
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Adriana recuerda cómo se sentía la mano del Sócrates, callosa, sucia, burda, grande y fuerte. La clase de civismo termina y ella sólo puede pensar en esa mano.
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El Sócrates está adormilado, sin playera, en su banca de todos los días. Una sombra le tapa el sol y él ya sabe. —¿De nuevo por aquí, chula?— dice sin abrir los ojos, un poco sorprendido de que ella regresara, pero feliz de que lo haya hecho. Adriana se sienta y él se incorpora. —Perdón, no quise irme tan rápido, pero…— duda— pero me asusté. —No te preocupes. ¿Sabes? yo tampoco tengo novia ni esposa ni esas cosas. Él se acerca, le pasa el brazo por los hombros. “Huele muy mal”, piensa ella, “huele muy mal, pero me gusta”. —¿Te puedo preguntar algo?— dice el Sócrates con una sonrisa tonta—. ¿Te has…? Cómo decirlo, hummm, pues, ¿te conoces? —No entiendo. —Que si te gusta que te toquen. —Ella entiende todavía menos—. Que si te conoces a ti misma— dice por fin el Sócrates—. No mames, que si sabes qué tienes— señala la entrepierna— por ahí. —No entiendo— dice ella con un hilo de voz que casi no se escucha. —Que si te has tocado, caray— dice el Sócrates—. Ella lo ve, sin ninguna idea de a lo que se refiere— Que si te has tocado aquí—. Y le pone la mano, sobre la falda, en el pubis. Ella suelta un suspiro y sujeta la mano del vago, pero no la quita. El Sócrates baja un poco más y con el dedo índice presiona un punto que ella no se conocía; le hace tensar las piernas y echar la cabeza hacia atrás. Su cadera se mueve adelante y atrás, primero, lentamente, casi imperceptible, después, acompasada con el dedo del Sócrates. —Así es, chula, déjate ir, conócete. Te está gustando, ¿o no? Conócete a ti misma, para que después nos conozcamos juntos. La respiración entrecortada de los dos se interrumpe por un grito: “¡Eh, qué le haces a esa niña!”. Ella se levanta, siente la humedad entre sus piernas, siente que vuelve a ser un bebé y, al mismo tiempo, siente que es una mujer adulta, formada y completa. Corren, cada quién por su lado.
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—¡¿Que hiciste qué?! ¿Y con ese tipo? —Sí, pero no grites, Laura, te van a oír. —¡Pues que me oigan, que me oigan tus papás, que me oiga la maestra! ¡Esas son cochinadas! —Se siente rico. —-Eres una pendeja.
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La hora de la salida. Laurita corre. Quiere ir al parque para cachar al Sócrates y a Adriana. Llega; se sienta en una jardinera escondida tras unos arbustos. Poco después llega su amiga, se sienta junto al vago; él le pasa el brazo por los hombros y [por lo que Laurita alcanza a ver] le besa la oreja. Ella no hace ruido [Laurita no los oye]. Pasan dos o tres minutos [“¿Por qué nadie los ve, por qué nadie los para?”, piensa Laura nerviosa]. El Sócrates mueve el brazo más rápido y [Laura ve esto] su amiga se estira. Se va convirtiendo en una mujer adulta, le crecen las caderas y los senos [Laura no puede creerlo, un viejo está tocando a su amiga y a ella le gusta. El toque del vago hace que su amiga madure, como el sol hace madurar una fruta]. Siguen en su jaloneo [Laura escucha, ahora sí, un gemido de satisfacción]. Laura se levanta, empieza a llorar de rabia, de decepción, de angustia. No sabe qué hacer más que regresar a su casa.
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Al siguiente día, enfrenta a su Adriana y le reclama. Le dice lo que vio y cómo lo vio. Su amiga, orgullosa, le responde: —Tienes envidia, porque yo ya soy una mujer y tú eres una niña. —¡Qué son esas pendejadas! Un ruco te está toqueteando ¿y de eso tengo envidia? ¡Estás loca! —No estoy loca, nunca me había sentido tan bien. —Tienes que dejar eso. —No. Si supieras lo que se siente, me entenderías.
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El Sócrates es cada vez más intrépido con su mano. Ahora la mete por debajo de la falda escolar y toca, piel contra piel; ahora la besa, mete su lengua en esa boca pequeña y, cuando la saca, le dice: —Te amo, chula, ¡ay, que rico! —Yo…— la interrumpe un gemido— también te amo. —Cásate conmigo. Esa conversación la repiten una y otra vez mientras el Sócrates, con su dedo explorador, la hace sentir donde ella nunca se imaginó que se pudiera sentir.
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Laurita ve a su amiga cada día más rara. No se hablan, aunque Laura también notó que Adriana ya no le habla a nadie más. Su amiga se la pasa dando vueltas por el patio, se acuesta en las bancas de la escuela, sin preocuparse por los exámenes, ni por nada, usa la falda más corta de lo permitido. Laurita se da cuenta de que Adriana no es como las demás chicas de la escuela. Tiene un aire diferente, como el de una señora casada.
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Laurita se vuela las clases. Necesita hablar con el Sócrates. Llega al parque y, como esperaba, el Sócrates está acostado en la banca. Se le acerca con la confianza que le da proteger una causa que no es suya: la pureza de su amiga. —Quiero— lo dice casi gritando y sin esperar que el vago se incorpore— que dejes a mi amiga en paz. El Sócrates bosteza, se sienta, mira a Laurita y el uniforme escolar que lleva y entiende de qué se trata esto. —Ella viene porque quiere— dice el vago en tono triunfador. “Órale”, piensa el Sócrates, “ésta está más buena”. —Quiero que dejes a mi amiga en paz— dice Laurita con menos confianza porque el Sócrates la está viendo de frente. —¿No te quieres sentar?—, dice el Sócrates, saca la lengua y la mueve. —¡Viejo cochino! ¡Déjala o le digo a la policía! Laura se da media vuelta y camina segura, con pasos fuertes, muy convencida de que ha hecho lo correcto. Sin voltearse, escucha que el Sócrates le dice: —Un día vengan las dos juntas y nos damos un atascón. A Laurita se le revuelve el estómago.
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Laura vuelve a espiar a su amiga muchas veces y muchas veces lo mismo y muchas veces le advierte al Sócrates que deje a su amiga en paz. Nadie hace nada diferente. Los tres se enfrascan en la rutina.
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—Tú eres mía y sólo mía. —¿Si nos vamos a casar?—, pregunta ella, un poco despeinada. —Claro que sí—, le responde el vago—. Eres la única mujer para mí. “La única MUJER para mí”; esas palabras la llenan, le retumban por todo el cráneo. Ella sonríe. Es feliz. —Pero para casarnos necesitamos un poquito de dinero. —¿Cuánto?— pregunta ella. —Unos mil pesos namás, algo baratito, nada lujoso, pero como Dios manda. Puedes invitar a tus papás, a quien tú quieras. Ella se va todavía más contenta, pero preocupada, “¿De dónde voy a sacar yo todo ese dinero?”. Y decide no regresar hasta juntar los mil pesos.
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Laura cree que ya ganó. De tres semanas que ha vigilado, no ha visto ni un día a su amiga con el Sócrates, y eso que se ha quedado horas viendo al vago. Muy aliviada, camina hacia el Sócrates. —Te quiero dar las gracias, por lo de mi amiga. —Oye, dile que por qué no ha venido. Dile que la extraño. —Ah, conque tú no sabes tampoco. Supongo que ya entró en razón. —Dile que me siento solo. Laurita no entiende lo que el vago dice; el vago se ríe. —Oye, ¿no te quieres sentar—. El Sócrates estira la mano, con la palma hacia arriba, y con los dedos medio y anular rasca el aire. —¡Pinche viejo cerdo! Laura se va, ofendida.
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Un aire fresco y suave mece las jardineras del parque. El Sócrates, como siempre, está acostado en su banca y una sombra le tapa el Sol. Sonríe, pues sabe lo que sigue. —Mira, fíjate que sí creí que ya no ibas a regresar, como te fuiste el otro día. A ver, pásale a lo barrido.
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—Me gusta esta rutinita, tú vienes, me tapas el sol, y ya, como por arte de magia sé que eres tú. Me haces feliz, chula. Ándale, vente pa´ca que ya estamos agarrando ritmo. Aguas que ahí escupió alguien. Mejor siéntate más cerca de mí, sí, en mis piernas. Eres la única mujer para mí y me voy a casar contigo.
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—Desde que te vi por primera vez, me fijé que estabas bien buena. ¿Ya te lo había dicho? Te vi y me dije, ella es pa´ mí, nomás pa´ mí. —¿En serio? —No te miento, nunca le había dicho eso a nadie, ni siquiera a mi esposa, cuando la tuve.
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Adriana está muy feliz, ¡por fin pudo juntar los mil pesos! Le robó un poco a su mamá, se guardaba los cambios, le robó otro poco a su papá, pero ya tiene los mil pesos. Sale de la escuela y va corriendo al parque, aunque primero pasa a la tienda para cambiar las monedas por un billete. Se le hace gracioso que, en vez de anillo de compromiso, ella le va a dar un billete. De vez en cuando, se para y mira el billete. La cara azulosa de Don Miguel Hidalgo le sonríe, como diciéndole “Bien, bien. Ahora sólo te queda ser feliz el resto de tu vida”. Adriana llega al parque con una sonrisa enorme, mira hacia la banca del Sócrates; ahí está su viejo adorado, sucio como una rata. Mientras ella se acerca, comienza a oír ruidos, unos jadeos leves. El Sócrates no está solo. Junto a él, se sienta otra mujer: es Laurita, aunque parece una Laurita de veintitantos años, totalmente estirada, con senos grades y muslos fuertes que asoman por la falda escolar. Y ella no puede imaginar más que la mano callosa del Sócrates tocando a Laura y cómo Laura siente lo que ella sintió: ser mujer.
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